Flores de Tempestad

Cuenta la leyenda que hubo una época, cuando las montañas eran jóvenes, en que las tierras de los Hijos del Bosque sufrían bajo la furia de unas grandes tempestades que parecían no tener fin. La lluvia y el viento se cebaban únicamente en sus tierras, pues más allá de sus fronteras las nubes se diluían en el cielo, dejando paso al brillo del Sol.

Los Hijos del Bosque cantaron para preguntar a la naturaleza por qué se ahogaban sus bosques. Esperaban recibir una señal que les permitiera averiguar por qué recibían aquel inmerecido castigo, pero no obtuvieron más que truenos como respuesta. Imploraron ayuda al Señor de los Bosques, a pesar de que hacía miles de años que no les dirigía la palabra. Sólo el silencio resonó en sus mentes mientras esperaban una respuesta.

Hasta que un día alguien miró a través del mismo centro de la tormenta. Allí había una figura, riendo y bebiendo. Portaba un hacha negra como los augurios de las pesadillas. Sus ojos gritaban en silencio que traía muerte y destrucción para los hijos del bosque, cuyas vidas y deseos no comprendía. El pecho de aquellas gentes se inundó de desesperanza tan rápido como se desbordaron los ríos. Nada podían hacer contra la crueldad de fuerzas que no entendían.

Sin embargo, aunque la mayoría lo ignoraba, el Amo de la Cacería había escuchado sus ruegos. De pronto, desperezándose de su sueño milenario, se alzó de su trono y escupió en el centro del claro. Su saliva brilló como mil soles en la oscuridad de aquella tormenta interminable y abrió un refugio en medio del bosque en el que no caía ni una sola gota de agua. En el lugar en el que la saliva del Astado tocó el suelo, una flor de un blanco puro crecía envuelta en una nube de finísimo rocío, al margen de la devastación que la rodeaba.

Tempestuela fue bautizada esta flor por boca de los hijos del bosque. Llegando en un momento así, tomaron la sencillez de su belleza y el despertar de su Rey como señal de un buen augurio, y con extremo cuidado sacaron las semillas de su fruto para plantarlas por todo el reino. La planta crecía rauda como el rayo, y allí dónde germinaba su flor la tormenta desaparecía al cabo, pues se alimentaba en su crecer de la fuerza de los truenos y la lluvia. Cuánto mayor era la ferocidad de los elementos, más crecían las flores y más abundantes sus aterciopelados frutos.

Finalmente la tempestad se disolvió como un mal sueño y volvió a las montañas. En su lugar quedó un bosque sembrado de flores blancas. Sus abullonados frutos eran tan bellos como mortales, pues contenían en su interior la furia de las tormentas que los habían alimentado. Un apretón bastaba para que se rompieran, liberando vientos huracanados que lo arrasaban todo a su paso.


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