Hasta que un día alguien miró a través del mismo centro de la tormenta. Allí había una figura, riendo y bebiendo. Portaba un hacha negra como los augurios de las pesadillas. Sus ojos gritaban en silencio que traía muerte y destrucción para los hijos del bosque, cuyas vidas y deseos no comprendía. El pecho de aquellas gentes se inundó de desesperanza tan rápido como se desbordaron los ríos. Nada podían hacer contra la crueldad de fuerzas que no entendían.
Sin embargo, aunque la mayoría lo ignoraba, el Amo de la Cacería había escuchado sus ruegos. De pronto, desperezándose de su sueño milenario, se alzó de su trono y escupió en el centro del claro. Su saliva brilló como mil soles en la oscuridad de aquella tormenta interminable y abrió un refugio en medio del bosque en el que no caía ni una sola gota de agua. En el lugar en el que la saliva del Astado tocó el suelo, una flor de un blanco puro crecía envuelta en una nube de finísimo rocío, al margen de la devastación que la rodeaba.
Tempestuela fue bautizada esta flor por boca de los hijos del bosque. Llegando en un momento así, tomaron la sencillez de su belleza y el despertar de su Rey como señal de un buen augurio, y con extremo cuidado sacaron las semillas de su fruto para plantarlas por todo el reino. La planta crecía rauda como el rayo, y allí dónde germinaba su flor la tormenta desaparecía al cabo, pues se alimentaba en su crecer de la fuerza de los truenos y la lluvia. Cuánto mayor era la ferocidad de los elementos, más crecían las flores y más abundantes sus aterciopelados frutos.
Finalmente la tempestad se disolvió como un mal sueño y volvió a las montañas. En su lugar quedó un bosque sembrado de flores blancas. Sus abullonados frutos eran tan bellos como mortales, pues contenían en su interior la furia de las tormentas que los habían alimentado. Un apretón bastaba para que se rompieran, liberando vientos huracanados que lo arrasaban todo a su paso.