Todo empieza con un susurro

Aunque parezca cruel, hay que renunciar a los sueños.

Si obedece este consejo, el caminante respira aliviado, pues descubre que acaba de coronar una empinada cumbre. Más allá, la senda se desliza en un declive que apenas exige esfuerzo a las piernas, el corazón o la mente. Pero el descanso que ofrece esta nueva forma de viajar acarrea una contrapartida: por largo y sinuoso que sea el camino, el final del trayecto está ya a la vista. Nada hay que oculte la desnuda pared que nos aguarda.

Pues tal es la virtud de los sueños: que apartan nuestra mirada del huesudo rostro de la Muerte.

Pero si el caminante es demasiado joven, le será imposible renunciar a sus sueños aunque el mundo se empeñe en robárselos.

Cuentan las viejas fábulas que al principio hubo una Edad de Oro, en que los sidhe vivían dichosos, sin penar ni trabajar por su sustento, pues una primavera eterna hacía crecer las mieses y los frutos, y de las tierras vírgenes manaban ríos de leche y miel. No existían la guerra ni el hambre, el odio ni la mentira, el engaño ni la codicia, y los Hijos del Verano caminaban codo a codo con los Dioses Invernales, los grandes dioses, y hablaban con ellos en una misma lengua.

Pero el corazón de los hijos del verano es ardiente y su mente busca siempre algo más allá de lo que ve, mientras que los Dioses Invernales son eternos e inmutables. Las dos razas se separaron porque ya no se entendían, y los dioses dejaron de intervenir en la vida de los sidhe. Al cabo, su recuerdo se volvió confuso y cada pueblo les dio nombres e imágenes distintos, y algunos hasta se atrevieron a afirmar que jamás habían existido. Los Dioses del Invierno, sin embargo, cambiaron. Algo en el espacio entre las corrientes del Gran Río los cambió.

IMAGEN3

Transcurrieron eras, y surgieron y se hundieron reinos apenas intuidos. Los Hijos del Verano, en su camino vacilante, no dejaban, sin embargo, de avanzar hacia un único fin, que no era otro que el dominio total de la naturaleza. Aunque no tenían ya la ayuda de los Dioses Invernales, ya no la necesitaban. Su ciencia y su magia crecían sin límites, y ni los mismos inmortales sabían si habría un final para su carrera. Por fin, se levantó una civilización tan poderosa como no imaginaríamos ni en nuestros sueños más fabulosos. Los sidhe no se contentaron con dominar la tierra, sino que conquistaron los astros. Lucharon contra la enfermedad y contra la misma muerte, y las arrinconaron, pues llegaron a conocer el secreto más escondido de la vida y lo manejaron a su antojo, y se dieron a sí mismos formas extrañas y poderes inconcebibles. Conocieron la Tierra del Otoño, y se alimentaron de los sueños de los mortales. Y sus armas eran tan devastadoras que los mismos Dioses Invernales las temían.

Entonces los Dioses se reunieron en asamblea, asustados. El odio y el temor por los pequeños seres envenenaron sus corazones, y deliberaron cómo los podrían aniquilar. Tan grande era ya el poder de los Hijos del Verano que no se atrevían a luchar contra ellos frente a frente, de modo que usaron astucias e insidias para encizañarlos a unos contra otros. ¡Y es verdad que nunca ha sido muy difícil enfrentar a los sidhe entre sí! Por culpa de los Dioses Invernales, el linaje sidhe se enzarzó en la guerra más espantosa que jamás el mundo había presenciado. Los mares hirvieron, las tierras se abrieron en simas sin fondo que escupían fuego, las noches brillaron con las llamas de mil soles y los días se ensombrecieron con negras nubes de humo que tapaban el cielo de horizonte a horizonte.

IMAGEN4

Y cuando los últimos sidhe aún trataban de aniquilarse entre las ruinas de su civilización, cuando sus ciudades no eran más que humeantes montañas de escombros, en ese momento regresaron los dioses, guiados por el gran Taranis y la Lanza Roja de Bronce, para señorear la tierra y esclavizar a los sidhe. Y esta vez no pensaban dejar que les arrebataran su presa, aunque tuvieran que reinar sobre un mundo sin vida.

Pero el corazón de los sidhe no se inclina ni ante el poder de la muerte. Los supervivientes rehicieron sus exiguas fuerzas y las unieron contra los Dioses Invernales. Esa fue la primera guerra declarada entre dioses y sidhe. Aquel nuevo conflicto hubiera destrozado la tierra en mil pedazos y al final los Dioses Invernales se habrían retirado a otros mundos, y no habría quedado ni el recuerdo de la Estirpe del Verano. Pero entre ellos surgió la discordia cuando la Reina Dorada, la oscura hermana de Taranis, rey de los dioses, se levantó de sus dominios infernales para reclamar el trono de los inmortales. Los sidhe no confiaban más en esta diosa que en los otros, pero prefirieron unir sus fuerzas con la Extraña y sembrar la división entre los Dioses Invernales, como éstos habían hecho con ellos. Cien años de guerra siguieron a los anteriores. Por fin, todos los inmortales desaparecieron en los cielos, y la luz del sol alumbró una tierra irreconocible, un desierto humeante en el que apenas quedaba un hilo de vida.

Los sidhe reemprendieron la conquista de su mundo. Fueron tiempos muy penosos, pero poco a poco, generación a generación, los sidhe se extendieron y sembraron de vida la tierra. Con el tiempo, surgieron nuevos y orgullosos reinos. Sombras del esplendor pasado, eran sin embargo mucho más poderosos que los que conocemos en nuestro tiempo; pues es así como todos los asuntos tienden a la decadencia.

Aquélla fue la Edad de Plata, en la que poco a poco se curaron las cicatrices de las guerras y la desolación del pasado, pero también se borró el recuerdo del antiguo esplendor. Tan sólo quedaba una antiquísima ciudad, el único vestigio de la civilización perdida, pero una maldición de los dioses la mantenía cerrada e inaccesible a los demás sidhe, como si se hallara en otro mundo o en otro tiempo.

IMAGEN5

 



 
©Reinos Celtas 2015