El Prisionero de la Celda Trece

Gronc no era un ogro feliz.

Dejó resbalar el mango de su garrote hasta apoyar el extremo recubierto de metal en las losas húmedas del suelo del corredor. Recostando la espalda en el muro, echó hacia atrás el yelmo de hierro y se rascó el hirsuto cabello. Buscó en los bolsillos bajo el faldellín de cuero hasta encontrar una arrugada bolsa de picadura de tabaco negro y lió un pitillo. Al encenderlo, el humo acre se metió en sus ojos amarillos y le hizo lagrimear y contener un súbito ataque de tos. No se trataba ni mucho menos del afamado tabaco de los faunos, con su agradable aroma, pero era tan fuerte que le hacía sentir vivo. Entre calada y calada dejó vagar libremente sus pensamientos mientras pateaba alternativamente con uno y otro pie para entrar en calor. El eco del golpeteo de las suelas metálicas de sus botas resonaba en sus oídos como un gong, pero estaba acostumbrado.

gronc

No era un ogro feliz.

Vale que estar en retaguardia tenía indiscutibles ventajas. Dormía siempre en un camastro caliente, bajo techo, al contrario que sus compañeros, que muchas veces tenían que aguantar la luz del sol sobre sus precarias tiendas de campaña. Comía el rancho con regularidad y en abundancia, si bien es cierto que con poca variedad en las viandas, pero esto sería siempre mejor que forrajear. Además estaba cerca de su cueva y podía escaparse a ver a sus pequeños bastardos durante los permisos, y retozar con su hembra.

A cambio se le exigía más bien poco. Como guardia de las mazmorras debía cuidar de los escasos prisioneros que allí se custodiaban.

Las incomodidades habían sido durante años minúsculas comparadas con los beneficios. Estaba seguro de ser un privilegiado y no deseaba gruñir en demasía, no fuera que su sargento se cansara de él y le enviara al frente después de apalearle para ablandarlo.

No, definitivamente no era un ogro feliz.

Estaba dispuesto a dejar pasar los desplantes de esos prisioneros que, aun estando cargados de cadenas, parecían pensar que eran seres superiores. Reía para sus adentros, pues no era él quien se revolcaba en sus excrementos ni tenía que dormir en una dura cama de piedra en una celda fría y húmeda. ¡Ya podían gritar e insultarle todo lo que quisieran!

Al que no podía soportar, era al Prisionero de la Celda Trece. Hablaba con palabras altisonantes y lo miraba con desprecio en sus ojos de pupilas dilatadas. Visión en la oscuridad, decía. ¡A otro huargo con ese hueso! Como si estar masticando continuamente hierbas no tuviera nada que ver. Algún día confiscaría uno de esos paquetes que le traía ese duende cubierto de harapos multicolores. Y ya de paso, a lo mejor podía echar mano a alguna botella de fino, estaba seguro que también le pasaba bebida. Suspiró, echando una última calada antes de tirar el pitillo al suelo y apagarlo un sonoro clang de su garrote.

Gronc no era un ogro feliz.

Era hora de llevar el rancho al Número Trece y aguantar sus peroratas. Lo que no soportaba eran sus constantes quejas de que no estaba haciendo bien su trabajo, de que tenía que pegarle más patadas, o que el pan estaba demasiado limpio, o de que el agua no sabía suficientemente a poza estancada. Le confundía y le agobiaba. Al no ser naturalmente cruel, sino simplemente corto de miras, no sabía decir si le estaba tomando el pelo o simplemente era un loco y procuraba tratarle con algo más de tacto que a los demás prisioneros para no provocarle. Decían que los locos tenían la fuerza de cien, y él no quería pelearse con cien. A veces el prisionero le contaba lo que él llamaba “historias de los tiempos antiguos” en las que el mismo prisionero protagonizaba tremendas hazañas y gobernaba reinos. ¿Con esa pinta, cómo iba a ser un héroe, o incluso un gobernante? ¿Se había mirado bien ese idiota? Las fantasías del Número Trece eran incontables y probablemente estaba un poco ido de la olla, pero a veces le hacía reír. ¿Acaso pensaba que se tragaría semejantes trolas?

Miró la mesa de la sala de guardia mientras recogía el manojo de llaves y se ajustaba el casco. Si hubiera sabido leer, habría leído el nombre que figuraba en las cartas dirigidas al Prisionero Número Trece:

Oberón, Rey del Verano.

 
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