Lejos de la vida

No estaba muerta, pero estaba lejos de la vida. Parecía más una abominación nigromántica que un ser vivo. Seguía peleando movida por una rabia infinita. Era peligrosa. No tenía freno en sus impulsos destructivos. Un demonio surgido de la profundidad entre las corrientes del destino.

Nuadha apenas rechazaba sus ataques. Sus golpes eran salvajes, más fuertes de lo que debería poder cualquier Invernal, pero no sólo eso, arrasaba todo lo que se interponía entre ellos. Realidades completas cayeron derrumbadas en olas de improbabilidad ante su asalto. Si la batalla continuara mucho más, no quedaría nada que salvar, todo sería aniquilación.

Sus ojos seguían siendo dorados, dorados de fría cólera, dorados como las llamas del infierno que ahora prendían en su interior.

Nuadha cayó al suelo y la Dorada se alzó con la lanza en las manos, lista para acabar con él, para acabar con todo. Con sus hermosos labios convocó el conjuro de Azanayoth, el conjuro de la destrucción total.

Ni siquiera los Dioses Invernales habían osado utilizar ese conjuro antes. Estaba loca.

En su afán de venganza, ese ser iba a destruir todo. Lo único que le importaba era acabar con el mortal que había desafiado su poder.

Entonces una nube viva cubrió el mundo.

Eran plumas, plumas de cristal azulado. Aquello era imposible. ¿De dónde salían?

Se interpusieron entre la Dorada y Nuadha, detuvieron a la diosa, y dieron al humano la posibilidad de recuperarse…

Nuadha, el Cazador, asió Caledfwlch con todas sus fuerzas y sonrió.

Se preparó para dar el golpe definitivo.

 

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