Sus ojos seguían siendo dorados, dorados de fría cólera, dorados como las llamas del infierno que ahora prendían en su interior.
Nuadha cayó al suelo y la Dorada se alzó con la lanza en las manos, lista para acabar con él, para acabar con todo. Con sus hermosos labios convocó el conjuro de Azanayoth, el conjuro de la destrucción total.
Ni siquiera los Dioses Invernales habían osado utilizar ese conjuro antes. Estaba loca.
En su afán de venganza, ese ser iba a destruir todo. Lo único que le importaba era acabar con el mortal que había desafiado su poder.
Entonces una nube viva cubrió el mundo.
Eran plumas, plumas de cristal azulado. Aquello era imposible. ¿De dónde salían?
Se interpusieron entre la Dorada y Nuadha, detuvieron a la diosa, y dieron al humano la posibilidad de recuperarse…
Nuadha, el Cazador, asió Caledfwlch con todas sus fuerzas y sonrió.
Se preparó para dar el golpe definitivo.