Su Propia Esencia

La oscuridad hacía del mundo un manto de terciopelo negro, arrugado, en el que sólo podían distinguirse sombras y sombras más negras. Entre esos árboles la luna era apenas una promesa entre las tenebrosas ramas, las estrellas no alcanzaban con su brillo mortecino a iluminar lo más mínimo. El único espacio de luz era un círculo delimitado por las vacilantes llamas de una hoguera casi extinguida. A su alrededor un grupo de cazadores se apretaban para calentar sus huesos en la fría noche. Todos parecían ser ancianos, unos de avanzada edad, y otros sencillamente decrépitos. Uno de ellos, a juzgar por su aspecto, el más vetusto de todos, intentaba leer las amarillentas páginas de un libro de tapas marrones, a pesar del viento que las hacía oscilar delante de su vista, y de la impenetrable oscuridad. Finalmente desistió con un gruñido, y guardando la obra, se sumó a la conversación de los demás.

propia_esenciaEl aspecto del grupo era bastante peculiar, vestían de los colores del otoño, aunque ciertamente algunas telas habían perdido su esplendor largo tiempo atrás, sustituido por otras tonalidades de suciedad, fruto de largos días a la intemperie. Ciertamente, parecían cansados. Sus rostros, además de viejos aparecían curtidos, agotados, y algunos, también cruzados de cicatrices. Sus cuernos y pezuñas, baqueteadas por la vida en los bosques. Aun así, era evidente que estaban acostumbrados a vivir al aire libre. Su apariencia no era más que fruto de ese tipo de vida.

En algún lugar de la oscuridad aulló un lobo, y uno de los seres dio un respingo, a punto de levantarse. El gesto provocó risas entre sus compañeros, pero incluso estas risas eran apagadas, vacías, sofocadas voluntariamente para que no rompieran la quietud que los rodeaba.

En unos segundos, había vuelto el silencio, como un pesado manto sobre ellos, del que no supieran librarse del todo.

Finalmente, alguien dijo algo, y pareció que todos hubieran estado esperando que ese momento llegara, con temor, pero resignación. Aunque sabían perfectamente que nadie habitaba aquella zona, no pudieron evitar bajar la voz de tal modo que incluso las ascuas del fuego hubieran tenido dificultades para oír las palabras, en el caso de que hubieran gozado del don del oído.

Era casi un ritual de pesar compartido. Una catarsis del bronce y el hueso. Hablaron de la guerra, de la desesperación de la derrota y de la exultante victoria. Hablaron del rítmico batir de la sangre llamando cómo tambores en la noche, del poder desatado de los instintos que gritaban al liberarse. También de culpa, de arrepentimiento, de redención quizá.

Todos dijeron algo. Todos contribuyeron con una opinión, con un temor, con una afirmación, o con una pregunta, todos menos el anciano. Su rostro y sus astas parecían cincelados en mármol. Quizá fuera un efecto de la oscuridad, pero parecía haber palidecido tanto que su piel competía con el blanco de sus barbas. El único gesto de que escuchaba y participaba de la conversación, fue un suspiro que soltó al tiempo que se giraba hacia su bolsa de piel. Estuvo a punto de recuperar su libro, pero se lo pensó mejor mientras contemplaba el cielo, y el viento arremolinaba sus cabellos grisáceos, tanto los de su cabeza como los que pendían de su barba. En ese momento, mientras sus ojos se perdían en la inmensidad de las constelaciones, donde tantas veces se habían leído futuros inciertos, de nuevo oyeron el clamor de los cuernos llamando a la cacería. Nudd les convocaba.

La culpa pasó a ser rocío de la mañana, guijarros del camino, sombra, nada. Y los sentidos volvieron a ser esclavos del estremecimiento exultante de la persecución.

 
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