Leviatán Rojo

En las costas del norte, hay ciertas islas deshabitadas a las que millones de pájaros acuden a construir sus nidos y poner sus huevos. Los elfos de la costa reman hasta allí, precisamente para robar los huevos, que sirven para reponer las fuerzas de los marineros.

Sin embargo, a las islas solo se debe navegar en Primavera, pues en el Otoño las olas son tan altas que engullen hasta la barca más robusta.

Y así sucedió, un bote de animosos pescadores fue a buscar huevos a la más solitaria y alejada de las islas, allá en la frontera de la costa con las profundidades, cuando se desató una de las tormentas más terribles que hayan azotados aquellas aguas.

Todos consiguieron volver menos uno, un muchacho elfo de cabellos rojizos, que no llegó a tiempo para saltar dentro de la barca y permaneció prisionero en el rocoso islote, mientras sus compañeros eran empujados lejos por un fuerte viento.

Durante días y días los pescadores de la aldea intentaron volver a rescatar al apuesto muchacho, pero nunca lo consiguieron. Alrededor de la isla las olas eran altas cómo montañas y ni los más poderosos barcos de guerra podían acercarse. Luego llegó el invierno con sus terribles temporales, y el muchacho fue dado por muerto, pues ¿quién habría sobrevivido entre aquellas rocas sin comida, ni agua ni cobijo?

Sin embargo, al llegar el verano, los pescadores volvieron a la isla, allí encontraron al joven elfo vivo y sano, con bellos ropajes y ricos ornamentos.

¿Qué había hecho para salvarse y porqué iba tan bien vestido? Todos preguntaron, sin embargo, ni una palabra al respecto salió de sus labios.
Unos meses después, al terminar el verano, delante de la puerta de la casa del joven de cabellos rojos, se encontró una preciosa cuna con un hermoso niño envuelto en telas de oro, el régulo de las tierras preguntó a todos los habitantes de la costa para descubrir quién había abandonado a la pobre criatura.

Sin embargo, todos dijeron que no sabían nada. Incluso el joven pescador dijo lo mismo, añadiendo que seguro que se trataba de un pequeño gnomo, que habría que entregar la cuna a las olas para que se lo llevasen lejos.

En aquel momento se oyó una voz de mujer.
- ¿Y así es como hablas de tu propio hijo? – del propio mar surgió una muchacha de la estirpe de Atlantis, de paso leve y ropas de fina seda marina que, con aire resentido, tomó al niño en brazos y desapareció bajo las aguas.

Tuvo entonces que confesar el joven que, al quedarse en la isla, los hijos de la Atlantida le acogieron y protegieron. Incluso le permitieron pasar el invierno en sus mansiones submarinas y casarse con una de sus hijas. Sin embargo, él estaba deseando volver a estar entre sus hermanos elfos, y cuando vio a sus compañeros marineros, no dudó en abandonar la isla y a su esposa. Aunque el niño fuera hijo suyo, añadió, no tenía ninguna intención de cuidarle, pues no era sino una abominación mestiza, ni elfo ni atlante.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, palideció de golpe, sangrando por los ojos, corrió como un loco hacia el acantilado más alto de la isla. Una vez allí arriba, se arrojó al mar. Cuando reapareció se había convertido en un monstruoso leviatán de cabeza roja que se alejó hacia el horizonte con un fuerte coletazo.

La maldición de Atlantis le había alcanzado y castigado, como sucede siempre que se ofende al pueblo marino.

 

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