En Lo Profundo Del Bosque
Decidió caminar entre la floresta, siempre con el camino a la vista. Conocía terribles historias sobre viajeros descuidados que se habían alejado del sendero… incluso durante el día era peligroso deambular por el Bosque. 

Reafirmó el bronce entre sus dedos y comenzó a caminar lo más rápido que el sigilo le permitía hacerlo. Y entonces escuchó la risa cristalina de una mujer. Una voz interior le gritó que se marchase de allí, que se olvidase de su honor, de su coraje y de su belicosidad habitual y fuese de nuevo un simple muchacho asustadizo, que corriese con todas sus fuerzas, sin prestar atención a los arañazos o los moratones que los golpes y las ramas provocarían en su piel, que se alejase todo lo posible… pero no lo hizo.

Olvidando toda precaución, atraído por la limpia y atrayente llamada de aquella risa, el guerrero se alejó del camino y se adentró en la arboleda. A los pocos pasos la oscuridad era casi impenetrable, total, apenas veía más allá de la longitud de su brazo, pero el poder de aquella risa cantarina era demasiado fuerte como para obviarlo.

Por el rabillo del ojo percibió un movimiento a su derecha y se giró veloz a pesar del abotargamiento de sus sentidos, como el guerrero experimentado que era, no sería la primera vez que se enfrentaba a un peligro algo mareado por el alcohol, había perdido la cuenta de las batallas en las que se había emborrachado hasta el extremo antes de lanzarse a una muerte segura. Seguía siendo tan veloz como cuando era joven. Por eso volvió a verla. Inmóvil, muy seria. Su pelaje era tan claro que relucía en la oscuridad, sus ojos eran dos pozos insondables en los que llameaba un poder inescrutable. Allí estaba de nuevo, mirándole fijamente con esas pupilas irreales. Era una criatura extraña esa pequeña. Quiso decirle algo, pero ella se limitó a mirarle con tristeza antes de desaparecer sin dejar rastro.

La risa volvió a captar toda su atención. Ni siquiera vio que la maleza se cerraba a su paso, ocultando para siempre el camino de regreso.
Y entonces, al atravesar el tronco especialmente arrugado y retorcido de un árbol vetusto como la misma historia del mundo, la vio. El soldado se quedó sin aliento dejó caer el metal de su espada, que apenas hizo ruido en la caída, amortiguada por la hierba y por la oscuridad.

Ante él se exhibía, completamente desnuda y perfecta, una criatura del bosque alta y de formas bien contorneadas, como si el Creador se hubiese esmerado a conciencia en su realización. Una cabellera de bucles oscuros y alargados era su único atavío bajo el amparo de la oscuridad de la noche. Fue capaz incluso de apreciar la belleza de sus pupilas claras. El deseo prendió rápidamente en él. 

Ella volvió a sonreír y con gestos le pidió al guerrero que se acercase a ella. 

Olvidó toda prudencia. Toda su atención, todo su ser, estaban prendados de la cálida invitación que prometía una velada intensa e inesperada. Los dedos suaves de la desconocida se pasearon por los músculos y las cicatrices del guerrero. Él no podía dejar de contemplarla. Se abrazaron… el beso fue la sensación más intensa que el mercenario había experimentado en toda su existencia, creía que iba a estallar de deseo.

Y al abrir los ojos, su mundo se tornó sangre y colmillos. Dolor. Terror. Muerte.

El carmín de la sangre del guerrero se derramó, alimentando las raíces del bosque.

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