En la fría tierra de Siluria
Lunes, 22 de Septiembre de 2008 00:00

En la fría tierra de Siluria, El Gato descansaba en su trono. Su fortaleza era resguardada por los pocos hombres que aún le seguían con fe ciega. Muchos eran los que le habían abandonado tras volver solo de Leonís. Ahora el sillón de Newhir estaba vacío, y pocos eran los líderes que se atrevían a alzar la espada en nombre de su patria. Se encontraba absorto en sus pensamientos, con su rostro hundido entre las manos. Sus hombres le habían visto así muchas veces desde que volviera, pues Leonís y Cornovia habían caído bajo la invasión franca, y solo quedaba esperar a que sobrepasaran el Muro de Adriano y se adentraran en Siluria. Su única opción era esperar una muerte segura.

La pesada puerta de madera se abrió con violencia. Un cuervo negro atravesó el umbral y se posó en el trono de la caudilla fallecida. Una oscura figura femenina le seguía, apoyada en un bastón con la diestra. A sus pies, una niña muy pequeña caminaba agarrada a su capa. El Gato contempló atónito a la niña, y alzó la vista mientras la mujer se descubría el rostro.

- ¿Nemain?
- La misma – contestó ella.
- ¿Qué te trae por mis dependencias, druida? Por un momento creí que el mismo Arawn se había adelantado a la llegada de los francos. – dijo el caudillo, con un escalofrío.
- Si tanto temes la muerte, ¿por qué no estás haciendo nada para evitarla?
- ¿Y como evitar lo inevitable? ¿Acaso no es una certeza que todos moriremos? Solo he podido reunir un puñado de granjeros, que morirán aplastados por los ejércitos francos. Los dioses nos han abandonado, ya no hay esperanza. Es el fin de una era.
- En efecto, todos moriremos algún día, – respondió Nemain - pero al menos será con honor y dejando huella en el mundo. Sí hay esperanza: para los valientes que aún aman su tierra. Créeme si te digo que los dioses aún están de nuestro lado, aunque no podamos oírlos. Nadie podrá vencernos ¿Acaso quieres una señal?

El hombre paseaba ahora nervioso por el salón, escuchando atentamente a Nemain. Dio un respingo al oír las últimas palabras de la druidesa.

- Dame una señal –dijo mirándola fijamente.

Ella señaló con su báculo la ventana y El Gato se acercó a asomarse, confuso. Allí, al sol del mediodía, estaba el milagro que esperaba. Venían hombres. Hombres a centenares. Hombres del este y hombres del norte, hombres que manaban entre las colinas, guerreros de Siluria que acudían a su caudillo para salvar el país.

- ¡Ahora puedes mandar a su casa a los granjeros! - dijo Nemain.
- No puedo creerlo - murmuró El Gato.

Pero ya no estaban solos. Los clanes se reunían.

 
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