La caída de Roxburgh
Miércoles, 01 de Octubre de 2008 00:00

- ¡Hermanos silures!- Aulló el jefe. Apenas dos horas de asedio bajo la luz de la luna y las antorchas, y ya había perdido la mitad de sus hombres, habían derribado a sus arqueros con lluvias de venablos, su rostro estaba surcado por pequeñas heridas, y sus ropas y armadura teñidas de sangre propia y del enemigo. Aun así, su mirada mantenía una determinación casi salvaje, como si fuese su fuerza de voluntad lo único que le mantenía en pie. La lluvia caía empeñada en convertir el suelo en un barrizal.

- ¡La batalla es dura! ¡Pero todas lo son! ¡Tenemos que resistir! ¡Si fallamos aquí, abrimos la puerta de Siluria a esos salvajes pintados, y las demás fortalezas caerán una tras otra!- Los soldados, cansados, apenas escuchaban la arenga de su jefe.

- ¡Sois guerreros silures, llenos de orgullo silur! - Al oír esto, muchos comenzaron a cantar, como si aquellas puertas que se estremecían a cada golpe, a punto de caer ante el enemigo, fuesen un altar, y su jefe un druida. El líder alzó su espada, sobre la que brilló la luz de las antorchas.

- Cuando entre por esas puertas, aplastaremos al enemigo. ¡Los aniquilaremos! ¡Mañana este lugar se llamará La Tumba de los Pictos! -

Como respuesta, los defensores que aun quedaban con vida lanzaron un desafiante aullido. Una última oleada de flechas silbó sobre la muralla y penetró en las filas pictas, mientras el sonido del ariete enemigo tronaba en el aire.

 ¡Ahora! ¡Ya son nuestros!

Las puertas cayeron sobre el patio, y los pictos entraron como una riada en la fortaleza. Hombres de mimbre, desnudos y terribles, brutales, incontenibles. Sin embargo los soldados de Roxburgh resistieron. Rozaba el imposible, pero los guerreros silures apretaron los dientes, blandieron sus armas y aguantaron la primera oleada. Y la segunda. Los salvajes hombres de mimbre se retiraron al escucharse un cuerno, frío y temible. El enemigo parecía confuso ante la bolsa de resistencia, como quien encuentra una hormiga dispuesta a defender su vida y la estudia un segundo antes de aplastarla.

Disciplina. No podía ser, obedecían órdenes de cuernos, y había más estandartes de los que esperaba. Entonces, entre la copiosa lluvia y la oscuridad reinante, vio algo que hizo sus esperanzas se vinieran abajo.

 Un muro de escudos, eso es. Bien hecho, caballero. Ya están perdidos.

No podía ser, los pictos siempre han luchado en hordas aullantes gloriosamente impelidas a la carga por el hidromiel, no en disciplinados muros de escudos. Escudos azules, rojos y verdes, con torres, lobos, cuervos, osos... Una barrera de madera y cuero erizada de lanzas. Avanzaban lentamente hacia ellos y en el centro, entre los estandartes, los dirigía un hombre con sobrevesta, coraza y yelmo completo. ¿Un caballero? No podía ser. El jefe silur miró a sus compañeros de batalla con desaliento. Brodwyll, a su izquierda, sonrió y enarboló el hacha, e Isea, su amada Isea, le miró nerviosa desde su derecha y empuñó con fuerza la espada.

- Bueno, parece que de esta no salimos – dijo el curtido guerrero a su siniestra.

- Isea, coge un caballo y vete, avisa al caudillo de lo que ha pasado aquí -. El jefe sabía que estaban perdidos, y quería salvar a su amante de la destrucción.

- Si tú vas a morir, amor mío, moriré aquí contigo - dijo ella, sonriendo con lágrimas en los ojos, y él no supo que decir, salvo que se encontrarían bajo los manzanos en el Otro Mundo; pero, cuando empezaba a ordenar sus palabras, se oyó un grito de guerra, y el muro de escudos picto enristró las picas y cargó entre los cadáveres de sus compañeros.

 Roxburgh es nuestra.

Tres días después, en un caballo agotado, un hombre exhausto llegó a la fortaleza de Wightown. Cuando vio los estandartes del caudillo, y los ejércitos acampados en torno a la fortificación, pensó que todavía había esperanza.

Pero Brodwyll estaba muerto, e Isea era un cadáver, y la persistente lluvia anegaba la tierra que habían perdido.

Roxburgh.

 

 Es sólo el primer paso, pronto toda Britania temblará, cuando sepan que Alba avanza.

 
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