El Brazo de Dis
Jueves, 18 de Diciembre de 2008 00:00

Hace tan solo unas horas...
 
Fyllias azuzaba a su caballo entre el golpeo de la lluvia sobre las armaduras y los cascos. La lluvia de otoño enfangaba las tierras de Siluria mientras todo el reino se paralizaba. Cualquiera diría que lanzarse a la guerra en aquellas condiciones era de locos, pero aquel ejército no era convencional en ningún sentido. La oscuridad era dueña del mundo, pues los hombres de Alcantae preferían la noche como compañera de batalla.
 
Dukevante McBeni, señor de la Alta y Baja Caledonia, había declarado como territorio perteneciente a Alba la otrora llamada tierra de Siluria avanzando sobre ella con mano de acero.
 
Fyllias pensaba en lo que se avecinaba. "El niño McBeni cree que la guerra demostrará que tiene redaños en vez de temor al cargo. Hoy le enseñaremos por qué nadie en Alba habla del clan del toro blanco a la ligera. Dice haber derrotado a los silures y nosotros hoy le mostraremos lo que significa la verdadera victoria."
 
El general de los hombres de Alcantae trotó entre las filas de soldados entre el repiqueteo de la lluvia y el resoplido de su caballo. Ante él, se extendían unos cinco mil soldados perfectamente pertrechados con inmensas hojas y escudos, acorazados y dispuestos a dejar un rastro indeleble. Fyllias condujo su caballo a un pequeño saliente y ordenó que sonara el cuerno. A él se unieron dos figuras más a caballo, una de ellas ya ajada por la edad pero aún orgullosa seguida de otra cubierta de blanco, de rasgos hermosos y delicados. Fyllias elevó la voz.
 
- Hoy, en la tierra de Siluria demostraremos por qué nadie ha vencido jamás a los hombres de Alcantae. Hoy demostrareis a Dukevante y a los silures que ninguna guerra empieza ni acaba si no es con nuestra bendición. Hoy mandareis a esos sucios silures a los Salones de Dis a compadecer por su cobardía. No quiero prisioneros ni botín, no quiero que quede nada, ni la memoria de sus vidas. Acabareis con todos, uno por uno, sin piedad ni compasión. No hay lugar en Alba para los traidores. - Fyllias se detuvo unos segundos mientras tomaba aliento; comenzó a gritar.
 
- ¡Filltir achar 'r cerdeddig!
 
Cinco millares de voces respondieron
 
- ¡Filltir chicia 'r baeol!- mientras el ruido de metal andante se ponía en movimiento.
 
- Observa Tynllen; observa atentamente por qué el clan desprecia tu pacifismo y tus sermoncitos. Somos los perros de la guerra, el clan de la sangre y el acero, los señores invictos de Alcantae.
 
La druida miraba con aflicción cómo los hombres, ataviados de acero, destrozaban sistemáticamente a los desamparados defensores silures, que intentaban cargar desesperadamente con la vana esperanza de romper el muro de acero, madera y cuchillas que se les cernía. No alcanzaba a comprender la razón de aquella masacre. Fyllias había convencido a los hombres de marchar a una guerra que no reportaba beneficios, sólo más muertos y más tierras desoladas para Siluria. Tynllen miró al anciano Bruni esperando una respuesta.
 
- Sois como niños malcriados, intentando ponerse siempre el uno por encima de la otra y al revés. La guerra es inevitable, sí; pero siempre es una herramienta y se debe emplear con sabiduría; de lo contrario, jamás llegareis a ver tantos inviernos como yo.
 
- ¿Y qué sugieres viejo? Tu hermano no duró ni un latido de corazón al lado de Findbennach. Él nos ha enseñado cómo conducir la devastación sobre nuestros enemigos, nos ha enseñado a templar la furia de nuestros corazones y convertirla en un martillo imparable. Ayer Alba nos despreciaba, hoy nos teme.
 
- ¿La sangre que derramamos te enorgullece? Parece que olvidas que McFinn nos dio la guerra como un medio; un medio para proteger nuestros hogares y tierras, para permitir su renacimiento; no como una peste sin sentido para asolar las tierras de otro. En lo que haces no hay honor, ni gloria. Dices que los dioses te guardan pero no haces más que avergonzarlos-. La druida, visiblemente enfadada, escupió al rostro del general. Fyllias se limpió la saliva del rostro y miró con una mueca de odio a la mujer.
 
-Ya veremos quién conduce el destino del clan, zorra. Te habría violado y degollado si no te hubiera elegido él para comandar el clan en su ausencia. No eres mejor que cualquiera de esos miserables silures.- Azuzó al caballo para que galopara, quizá con suerte alcanzaría algún silur que intentase correr ante el avance de los soldados de Alcantae.
 
-Sabes que lo dice en serio ¿verdad, Tynllen? Sabes de lo que es capaz, le has visto matar a niños y mujeres aterrados, le has visto quemar abadías y arboledas por igual. Sabes que odia todo lo vivo y quizá, más aún a ti por ser embajadora de los dioses.
 
-Lo sé Bruni, lo sé. Como sé que tú le odias pues te aleja de tu herencia. Le odias porque no puedes derrotarle por tu vejez y también sé que me odias a mí; me odias porque mis palabras sólo causan risa en un clan de soldados. Pero sé también que tu resentimiento más amargo se reserva para Findbennach: le odias por matar a tu hermano y adueñarse del clan, y le odias más aún porque no comprendes por qué nos pidió a los tres que gobernásemos el clan en su ausencia.
 
Tynllen descabalgó y anduvo unos pocos pasos entre la lluvia. El agua sobre su rostro disfrazaba las lágrimas. Miró hacia el cielo y murmuró.
 
-Toutates, Morrighu, Dis, Danu… detened a Fyllias, que su locura desaparezca y deje de empujar a la crueldad a los hombres de Alcantae. Sabéis que mi corazón no desea más muerte sin sentido, sabéis que mi corazón sufre cuando se siega vida inmerecida. A vosotros os pido, a todos los dioses, que Findbennach regrese a Alba y nos traiga un poco de cordura. Mañana estaremos en Roxburgh y Fyllias no quiere faltar a la fama del clan McFinn; por ello hoy ha decidido masacrar una guarnición silur, pero ese no es el verdadero camino del soldado; eso es el trabajo de asesinos…
 
Tynllen se sentía profundamente confusa. Findbennach siempre fue frío, distante y a veces, cruel. Cuando besó su frente dándole el poder de conducir el clan, antes de marcharse, jamás pensó en qué se convertiría su ausencia. No había amor hacia él, pero sí una profunda añoranza. Pensó que en el fondo, en eso no era tan distinta a Fyllias o Bruni; a su manera, todos le añoraban.

 
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